Hace poco más de un mes que ha tomado su puesto, pero el nuevo CEO de Renault ya está dando de qué hablar. En el Salón del Automóvil de Múnich, François Provost dijo en voz alta lo que muchos piensan en silencio: «Nos estamos equivocando. Y si no cambiamos de rumbo, vamos a tener un problema muy serio».
Sus palabras no han sido un simple comentario de pasillo, sino un dardo que ha impactado directamente en el corazón de las políticas europeas sobre el vehículo eléctrico. El CEO ha hablado con la contundencia de quien conoce la industria y sabe que el tiempo para las medias tintas se ha acabado.
Su mensaje es una llamada de atención. La obsesión por las fechas y las regulaciones, está haciendo que Europa pierda de vista lo más importante.
La gran mentira europea del 2035

El primer golpe sobre la mesa de Provost ha sido contra la obsesión de Europa para el 2035. Ese año marcará el fin de la venta de coches nuevos con motor de combustión en la Unión Europea. Suena a un futuro limpio y sostenible, pero para el CEO de Renault es un espejismo que nos impide ver el problema real que tenemos hoy, no dentro de una década.
Provost tiene muy claro cuál es el principal problema: el precio. Provost lo dice sin rodeos: la prioridad absoluta no debería ser una fecha en el calendario, sino conseguir que los coches eléctricos sean asequibles para el ciudadano medio. De nada sirve llenar titulares con normativas cada vez más estrictas si, en la práctica, un coche eléctrico sigue siendo un artículo de lujo para la mayoría de conductores. Los modelos europeos más básicos que puedes encontrar en un concesionario arrancan, con suerte, en los 25.000 o 30.000 euros. Una cifra que para una economía familiar media es inalcanzable.
Mientras en Europa se debate sobre el futuro y las prohibiciones, en China ya han resuelto el presente. Allí, circulan por las calles millones de coches eléctricos que, por el equivalente a 10.000 euros, ofrecen autonomías más que suficientes para el día a día. Esa brecha no se va a cerrar con más leyes ni con discursos políticos grandilocuentes.
Según Provost, el error de Europa es de base. Se ha regulado el final del camino sin haber asegurado que el camino en sí sea viable para los ciudadanos y para la propia industria. La ecuación es tan simple como demoledora: si los coches son demasiado caros, la gente no los compra. Y si no los compra, el parque automovilístico envejece, los coches antiguos siguen circulando y, por tanto, seguimos contaminando. La sostenibilidad no se impone por decreto, se consigue con alternativas reales y accesibles.
El segundo problema: ¿Dónde narices cargamos el coche?

La infraestructura de carga es el segundo muro contra el que se estrella la transición al coche eléctrico en Europa. Y aquí, Provost vuelve a ser implacable. Ha puesto sobre la mesa una realidad que todos intuimos pero que pocos se atreven a verbalizar desde una posición de tanto poder: la red europea de recarga es una auténtica chapuza.
La inmensa mayoría de los puntos de carga públicos se concentran en apenas tres países (Países Bajos, Francia y Alemania). Para el resto, tener un coche eléctrico fuera de las grandes ciudades se convierte en un ejercicio constante de planificación y, a menudo, de ansiedad.
Se habla de millones de vehículos eléctricos circulando por nuestras carreteras en 2030, pero nadie responde a la pregunta del millón: ¿dónde van a enchufarlos todos? La imagen de un conductor tirando un alargador de treinta metros desde un quinto piso es casi la realidad a la que se enfrentan miles de usuarios que no tienen garaje privado.
Por si fuera poco, a la escasez se suma una lentitud burocrática exasperante. El CEO de Renault señala que conseguir los permisos para instalar un punto de carga en Francia puede llevar medio año.
Una cifra que ya parece excesiva, pero que palidece frente a la realidad de países como España, donde el proceso puede alargarse hasta dos años. Vivimos en la era de la tecnología, pero nos hundimos en un mar de papeles y permisos del siglo pasado.
Además, la infraestructura no solo es insuficiente sino cara. Cargar la batería de tu coche en España puede costarte hasta un 40% más que en Portugal. Con estos precios, la ventaja económica frente a la gasolina se desvanece, convirtiendo la promesa de un transporte más barato en poco más que humo.
China no está llamando a la puerta, ya está dentro

El tercer gran aviso de François Provost tiene un nombre claro: China. El CEO de Renault no ha esquivado el tema que causa sudores fríos en los despachos de todos los fabricantes europeos. La competencia china ya no es una amenaza futura, sino una realidad evidente. En menos de cinco años, marcas como BYD han pasado de ser una anécdota a conquistar una cuota de mercado importante, y lo han hecho con una fórmula tan sencilla en su planteamiento como imbatible en su ejecución: coches con una calidad y autonomía más que razonables a un precio mucho más bajo.
¿Cómo lo consiguen? Dominando toda la cadena de suministro de principio a fin, desde las minas de litio hasta el software del vehículo. Mientras tanto, la industria europea lucha por mantenerse a flote, asfixiada por unos costes energéticos que llegan a triplicar los de Asia y unos salarios más altos que, sin un aumento equivalente en la productividad, se convierten en un pesado lastre para la competitividad.
A pesar de este panorama, el máximo responsable de Renault saca pecho y lanza un mensaje de confianza en su equipo y en la ingeniería europea: «Somos mejores que la competencia, sobre todo que los chinos». Pero este orgullo no oculta la cruda realidad. La industria automovilística, que durante décadas ha sido el motor económico y el orgullo de Europa, corre el riesgo de quedarse atrás. Si los políticos y los propios fabricantes no reaccionan con agilidad, los empleos y la capacidad de decidir nuestro propio futuro tecnológico se desvanecerán.