Vas por la autovía, y de repente el tráfico empieza a detenerse. Miras a tu alrededor y ves una señal luminosa que advierte de que el carril derecho se acaba. En ese momento se empiezan a producir los atascos. Coches que se cambian de carril de forma brusca, frenazos, nervios y el inicio de un embotellamiento que podría durar una eternidad. Lo que probablemente no sabes es que esa retención, esa pérdida de tiempo y ese gasto extra de combustible, se podrían evitar en gran medida.
Y la solución es tan sencilla que parece increíble que no la apliquemos todos. Un camionero expertos lo resume así: «La gente ve la señal y entra en pánico. Piensan que lo correcto, lo solidario, es pasarse al carril que continúa lo antes posible. Y justo ahí, al intentar ser educados, es cuando provocan el problema».
La falsa solidaridad

Cuando se ve la señal de reducción de carril, el instinto indica que hay que poner el intermitente y buscar un hueco en el carril que va a permanecer abierto. Se intenta hacer así para no ser «el listo» que se cuela al final.
Esa idea tan extendida es en buena medida la raíz del problema de los atascos. Al abandonar el carril que se cierra demasiado deprisa, estamos generando varias consecuencias negativas. Primero, estamos desaprovechando un carril entero, con capacidad para cientos de coches, que queda prácticamente vacío. También estamos duplicando la longitud de la fila en el carril contiguo. Si el atasco ocupaba 500 metros con dos carriles, al reducirlo a uno de forma anticipada, la cola pasa a medir, como mínimo, un kilómetro. Esto puede llegar a colapsar salidas anteriores o incorporaciones, creando un problema aún mayor. Por último generamos el «efecto acordeón», con frenazos y acelerones constantes que son ineficientes y peligrosos.
La solución que evita el caos y reduce los atascos

Lo que hay que hacer es justo lo contrario de lo que dicta el instinto. Hay que usar los dos carriles hasta el final, hasta el punto exacto donde el carril desaparece. Esto, que a muchos les puede sonar a un acto de egoísmo, es en realidad la maniobra más eficiente y solidaria que existe: la incorporación “en cremallera».
La forma correcta de actuar es la siguiente: los vehículos deben continuar circulando por ambos carriles, manteniendo una velocidad similar y constante, hasta llegar al punto de la confluencia. Justo en ese punto, y no antes, los coches se incorporan de forma alterna, primero uno del carril izquierdo, luego uno del derecho, luego otro del izquierdo, y así sucesivamente.
Los estudios sobre flujo de tráfico demuestran que la técnica de la cremallera puede reducir la longitud de los atascos hasta en un 40%. La razón es simple: se utiliza el 100% de la capacidad de la vía durante el mayor tiempo posible. Al haber dos filas más cortas en lugar de una muy larga, el tráfico es más fluido y la velocidad media de ambos carriles se iguala, lo que hace que la incorporación final sea mucho más suave y segura, sin grandes diferencias de velocidad que puedan provocar alcances.
¿Por qué cuesta tanto aplicar esta técnica?

La respuesta está en la psicología del conductor. Por un lado, está el miedo a ser juzgado. El conductor que utiliza el carril que se cierra hasta el final teme que los demás le vean como alguien que se salta la fila. Teme que, al llegar al punto de la incorporación, nadie le facilite el paso en un acto de castigo por no haber esperado como los demás.
Por otro lado, el conductor que ya está en la fila principal siente una especie de agravio comparativo. «Si yo he esperado, ¿por qué él no?». Esta mentalidad de «justiciero de carril» lleva a muchos a bloquear el paso a quienes intentan incorporarse al final, sin darse cuenta de que esa actitud es la que está perpetuando y agravando los atascos en los que ellos mismos se encuentran atrapados.
Es una profecía autocumplida: como creemos que los demás no nos van a dejar pasar, nos cambiamos de carril pronto. Y como vemos que otros se cambian pronto, nos enfadamos con el que no lo hace. Romper este círculo vicioso requiere un cambio de mentalidad colectivo, entender que el asfalto no es una competición, sino un espacio compartido donde la colaboración y la lógica nos benefician a todos.